El jardín de todas las cosas

—Ahí están las niñas. Nomás lo vieron asomar la narizota y ¡vámonos que le corren! — escuchó Jessica decir al señor Vilchis—. Así como cuando les digo que va a haber examen. Hagan de cuenta. Si hubiera podido verlo, Jessica habría notado que ese “Hagan de cuenta” iba acompañado con la típica sonrisa de su profesor de física. Alegre, un poco arrítmica tal vez, pero inyectada con la franca seguridad que caracteriza a ese tipo de humor. Ese que comprende un robusto cuerpo de remates obvios, inocuos, más predecibles que un semáforo y que causan más risa por lástima que por su astucia. Picardía simple y, sin embargo, difícil de replicar. Los así llamados ‘chistes de papá’ vaya. Jessica se rio en silencio. Muchos de sus compañeros de preparatoria habían desarrollado anticuerpos para el humor del profesor Vilchis, pero a ella todavía le parecía tierno. La sonrisa de bigote recortado le causaba más gracia aún. Pero, por el momento, no la veía. Solo la imaginaba. La joven no tenía ojos para el profesor ni para nadie más.

Las niñas eran todo lo que importaba. Su mirada estaba fija en la inmóvil danza de las estrellas. Vestidas con un brillante manto de seda azul que parecía haberse congelado en el tiempo. Eternamente fijas en la huida. Sin embargo, corrían a una pasmosa celeridad. Seguras y sin mirar atrás. Su belleza era innegable y parecían estar conscientes de ello. La presumían. Sabían que no había nada que pudiera detenerlas. Tal era su personalidad y Jessica estaba fascinada con el espectáculo.